
Webnovel original en japonés por: 日向夏 (Natsu Hyūga)
Los diarios de la boticaria
Volumen 2
Hoy, su caminar era mucho más ligero de lo habitual, ya que acababa de encontrarse con una dama de la corte conocida. Se trataba de Maomao, una chica de aspecto poco agraciado, pero con una red de contactos sorprendentemente amplia. Era tan cercana a la gran rosa, Pai Lin, que la llamaba «hermana». Lihaku la vio a punto de cruzar el umbral de la Casa Verdigris, con un pequeño fardo de tela en la mano. Según le había contado, le habían concedido el día libre por primera vez en mucho tiempo y que había decidido pasar el día en su casa, en el barrio del placer. Siendo así, seguro que iría a saludar a su hermana mayor y, tal vez, incluso se sentaría con ella a tomar el té en el vestíbulo del burdel.
Lihaku visitaba a menudo la Casa Verdigris, pero casi siempre se limitaba a beber té con las aprendizas. Con la excusa de ver a Maomao, se le presentó una ocasión inmejorable para ver de cerca a la flor más hermosa del burdel, su amada Pai Lin.
Con ese objetivo en mente, se puso en camino, pero el sol acababa de llegar a su punto más alto. La vida en el barrio del placer no despertaba hasta que los últimos rayos se ocultaban tras el horizonte. Aunque los establecimientos diurnos estuvieran abiertos, Lihaku recordó lo que le había dicho una de las aprendizas: Pai Lin era una criatura de la noche, y su sueño se prolongaba hasta bien entrada la tarde. Visitarla en ese momento era, por lo tanto, aún demasiado pronto.
—Supongo que no queda otra... —murmuró, y decidió ir a un restaurante cercano para matar el tiempo.
—Señor, ¿qué va a tomar?
Una muchacha de audacia descarada se le acercó con una familiaridad inesperada. Actuaba como una camarera, pero su mirada lo examinó de pies a cabeza con una curiosidad que iba más allá del servicio. El lugar era espacioso, pero la penumbra y la escasez de clientes le daban un aire sospechoso. Se oían murmullos discretos aquí y allá, y algunos clientes se mostraban demasiado efusivos con el personal femenino.
Lihaku pensó que se había equivocado de sitio. El lugar estaba un poco alejado del barrio del placer, y parecía cumplir con más de una función: mientras la planta baja servía de restaurante, el piso superior operaba como un hostal, donde las camareras acompañaban a los clientes a sus habitaciones para no volver. Era, en esencia, un lugar cuya naturaleza debía mantenerse en la sombra.
Los burdeles del barrio del placer, al contrario que ese local, contaban con un reconocimiento oficial. Resultaba evidente que la venta de flores (mujeres) era un sustento mucho más lucrativo que la simple venta de comida, una diferencia que también se reflejaba en el tipo de impuesto que cada establecimiento debía pagar.
Un hombre de principios encontraría pruebas de evasión fiscal y se ganaría un ascenso. Sin embargo, Lihaku no era de esa clase. Con el apetito superando cualquier atisbo de ambición, simplemente se inclinó y pidió el mismo plato que el varón de la mesa de al lado, pues el aroma le había parecido delicioso. Él era más bien de los que resolvían las cosas a puñetazos, y meterse en problemas con los oficiales de aquella jurisdicción solo por un ascenso era un marrón en el que no le apetecía para nada meterse. A lo sumo, se conformaría con desahogarse de la situación con algún oficial civil de confianza.
Al darse cuenta de que solo había venido a comer, la camarera dejó caer su máscara coqueta y se retiró a la cocina. Como Lihaku ya sospechaba, la actitud de las mujeres de este tipo de locales se alteraba con una rapidez asombrosa. Con los pies apoyados sobre la mesa, se reclinó en su silla y echó un vistazo panorámico al lugar. Apenas había clientes: una pareja de hombres coqueteando con una camarera, un grupo de tres charlando en voz baja, otra pareja cenando en la mesa de al lado, y él mismo.
—Vaya... —musitó, mientras sus ojos se detenían en el grupo de tres. Uno de ellos estaba dando golpecitos discretamente en la mesa. En su dedo había un pequeño trozo de papel. Una camarera se acercó con una botella de vino, se llevó otra botella vacía y, en un movimiento imperceptible, el papel desapareció.
«Ya veo...», pensó Lihaku. Era evidente que la gente de negocios de dudosa reputación se juntaba en sitios de dudosa reputación como este. Al parecer, además de comida y flores, aquí también se vendía información. Lihaku agudizó el oído para escuchar al trío.
—¿Cómo van las ventas últimamente?
—Bueno, como siempre. Solo que el precio del cáñamo ha subido un poco.
En apariencia, se trataba de una conversación de lo más trivial entre comerciantes. No había nada sospechoso. Debería dejarlo pasar, pero, por costumbre, no pudo evitarlo. Se puso a buscar palabras clave en su conversación. Lihaku sabía que el Imperio no estaba atravesando una mala época precisamente, pero siempre había gente que se quejaba. De hecho, los rumores sobre la explosión del almacén de días atrás habían insinuado que no se trataba de un accidente, sino de un acto intencionado. La investigación oficial había concluido, eso sí, que el incendio se debió a la negligencia de un vigilante al apagar un cigarrillo.
«Por cierto...», recordó Lihaku. De pronto, una idea cruzó su mente y se llevó una mano al bolsillo. Allí encontró la pipa de marfil que Maomao le había entregado en su encuentro. Aquella joven de la corte, con su astucia habitual, la había limpiado adivinando que pertenecía al vigilante del almacén. Con una nueva boquilla, la pipa podría volver a ser de utilidad.
—No tienes que devolvérsela. Podrías venderla y ganar dinero —le sugirió ella.
Pero incluso mientras lo decía, Lihaku ya le había preguntado al encargado la dirección de la casa del dueño. Se consideraba una persona bondadosa; era su forma de ser y no podía evitarlo. Pensaba en ir a ver a esa persona después de comer.
«Aun así, está bastante bien tallada...», pensó. El marfil provenía de un animal de un país lejano. Por supuesto, no era algo que un plebeyo pudiera conseguir fácilmente. Si algo tan valioso hubiera desaparecido, su dueño lo estaría buscando, sin duda.
—Aquí tiene, señor. Su pedido —le dijo la camarera.
Le trajo unas gachas calientes con muchos ingredientes. Olían a caldo de pollo, y las verduras y la carne desmenuzada estaban tan bien mezcladas que tenían un aspecto delicioso. También le trajo alitas de pollo fritas y un salteado de verduras, frutos secos y cerdo. Se veía que toda la comida era buena solo por el olor.
—Tiene buena pinta.
—Sí, le dará mucha energía —le dijo la camarera, con una sonrisa atrevida, guiñándole un ojo.
Sus ojos se posaron en él con una promesa tácita de seducción. Antes, Lihaku no habría dudado en ceder a la tentación de una chica cuyo rostro y figura no carecían de encanto. Pero ahora era distinto. Desde que conoció a una mujer tan bella que parecía flotar sobre una flor de loto, su listón se había elevado hasta las nubes. Una vez probó la exquisitez de ese paraíso, ninguna otra mujer, por más atractiva que fuera, lograba cautivarle.
—Buen provecho —le dijo la chica que, al ver que no reaccionaba y se ponía a comer, volvió a enfurruñarse.
Frustrada por no haber conseguido ningún cliente hoy, la camarera se dirigió a la mesa de los dos hombres que estaban al lado de Lihaku. Eran dos hombres regordetes. Uno tenía una apariencia muy enfermiza, con ojeras y la cara hinchada. No probaba bocado, solo se limitaba a beber té. El otro daba buena cuenta de todos los platos que les servían, devorando la comida con una avidez inusual. «Qué desperdicio no probar estos manjares tan bien cocinados», se lamentó Lihaku mientras seguía deleitándose con su propia comida.
Poco después, los hombres de la mesa de tres pagaron y se fueron del local. Mientras lamía su cuchara, Lihaku se dio cuenta de que su cuenta era desproporcionadamente más alta de lo normal por la cantidad de vino que habían bebido, pero no tuvo la menor intención de intervenir. Simplemente memorizó sus rostros con una ojeada disimulada.
Al poco, el par de hombres que comía a su lado también se retiró. La camarera, con el semblante hastiado, posó su mirada en Lihaku. El mensaje era claro: le rogaba en silencio que terminara de comer pronto para poder recoger su mesa y terminar pronto su turno del día.
«¿Qué demonios significa esto?», se dijo Lihaku, mientras caminaba por la calle, con la respiración entrecortada.
Tras terminar de comer, había ido a entregar la pipa. Quien le abrió la puerta fue, evidentemente, el antiguo vigilante de almacén, con barba y un fuerte olor a alcohol, para su sorpresa.
—¡No quiero esa porquería! Tírala donde te dé la gana —soltó el hombre en cuanto Lihaku le mostró la pipa de marfil.
En ese momento, nuestro perro fiel no llevaba su uniforme oficial, sino ropa de calle. Aunque había cuidado al mínimo detalle su aspecto para ir a ver a Pai Lin, no llevaba la insignia ni el cinturón que indicaban su rango, por lo que el antiguo vigilante lo debió de tomar por un simple recadero y lo trató con desdén. Cuando Lihaku le preguntó si no era un objeto valioso, el hombre le respondió:
—¿Cómo voy a saberlo? Fue un regalo. Lo acepté porque me lo dio ella, pero es muy difícil de usar. Ni siquiera se enciende bien.
Lihaku ladeó la cabeza, perplejo. ¿Quién, en su sano juicio, regalaría así como así un objeto de un material tan preciado? Y además, a una persona que ni siquiera era capaz de apreciar su valor. La idea de que alguien se lo hubiera entregado a la ligera le parecía un desperdicio.
Con ese pensamiento en mente, le explicó al hombre que la pipa era de marfil. Este soltó una carcajada que terminó en un bufido. Sin darle mayor importancia, le contó que se la había regalado una dama de la corte. Que se la había dado sin más, diciendo que ya no la quería. El hombre la había aceptado porque el diseño le pareció bonito.
Mientras el antes vigilante le contaba la historia, algo le llamó la atención a Lihaku. El hombre odiaba la pipa con una extraña aversión, lo que le hizo deducir que el incendio del almacén se había originado en el preciso momento en que había intentado encenderla. Como resultado, había salvado la vida, pero el precio había sido su cuerpo, ahora marcado por las quemaduras, y su cargo, del que había sido relevado. Había tenido la intención de devolverle la pipa, pero al ver el desprecio con el que el hombre la trataba, optó por no hacerlo. Su curiosidad lo impulsó a investigar qué era lo que le molestaba tanto de ese objeto. «¿Por qué la tendría una dama de la corte?», se preguntó.
La pipa regalada, la dama de la corte que la poseía, el vigilante del almacén, el almacén de harina y la explosión. A pesar de que el caso se consideraba resuelto, sentía que el peligro no se había disipado, como si el olor a pólvora aún flotara en el aire.
Lihaku se dirigió hacia el barrio del placer. Para tomar un atajo, en lugar de ir por la calle principal, caminó por un callejón desolado. Como el barrio del placer estaba al sur, el camino más rápido era ir directamente hacia allí. En ese momento, unos pasos resonaron en el estrecho callejón. Lihaku tenía buen oído; lo suficiente como para escuchar una conversación en una taberna desde otra mesa, y para saber cuánto había pagado un cliente por el sonido de las monedas. Sus superiores le solían preguntar: «¿Eres un perro o qué?».
Eran cinco personas. Tres delante y dos detrás. El sonido venía de un callejón paralelo. Si alguien corría por la ciudad, solo podía haber dos razones: o lo estaba persiguiendo un usurero o un perro callejero. Ninguna de las dos era muy decente. Sin pensarlo, Lihaku trepó el muro y atravesó el jardín de una casa. La vivienda estaba tan abandonada que parecía que nadie hubiera vivido en ella desde hacía años, por lo que nadie se quejaría de su entrada. Con cuidado, se asomó por una rendija en el muro.
Para su sorpresa, vio a unas caras conocidas. Eran los clientes que había visto hacía un rato en el restaurante. El grupo de tres, acorralado contra la pared; los que habían comprado información. Y los otros dos, la pareja del regordete que se lo comió todo.
La pareja estaba acorralando al trío. En términos de números era al revés, pero Lihaku lo entendía. El par se movía con una agilidad sorprendente para su tamaño. El hombre con cara enfermiza no lo hacía mal, pero el otro, el que no tenía nada de particular, estaba estrangulando con destreza por el cuello a uno de los hombres que intentaban huir. Hablaban en voz baja. Lihaku no alcanzó a oírlos.
«Me he metido en un buen lío...», consideró. Dejó de asomarse, se apoyó en el muro y cerró los ojos en silencio. Intentaba ocultar su presencia y concentrarse en su oído. Escuchó fragmentos de un interrogatorio banal, como: «¿Quién está detrás de esto?» o «¿Hay alguien más...?». El hombre pálido parecía estar vigilando a los otros dos. Cada vez que los dos hombres que estaban pegados a la pared hacían un movimiento extraño, se oía un tintineo de metal.
Lihaku no entendía la situación. En casos como este, lo más seguro era no hacer nada. Si estaban persiguiéndose e interrogándose en un lugar tan desolado, era porque los dos bandos tenían algo que ocultar. No sabía quién tenía razón, quién no, o si ambos estaban equivocados. Si fuera una chica guapa la que estuviera en apuros, sería otra cosa, pero a ser unos tipos acorralando a otros, no sintió ninguna necesidad de ayudar.
Si llegaban a matarse, tendría que intervenir, pero no parecía que fuera a ser el caso. El hombre regordete, una vez terminado el interrogatorio, le dijo al otro que no había encontrado nada.
—Bueno, ¿nos vamos?
Justo cuando la pareja se disponía a marcharse como si nada hubiera pasado, uno de ellos se detuvo. Se quedó de pie, justo al lado de Lihaku, con solo el muro separándolos. Se oyó un sonido sordo, y una hoja se clavó en la pared, justo al lado de la cara del oficial.
—¿Qué pasa? —preguntó uno.
—Nada, creí que había alguien —dijo el otro, con una voz ronca. Pensó que se lo habría imaginado.
Su voz sonaba apagada, como si estuviera resfriado. Pertenecía al hombre con ojeras, pero había algo más. A Lihaku le asaltó una punzada de familiaridad, un eco que resonaba en su memoria y que, por más que se esforzaba, no lograba atrapar. Estuvo a punto de conectar las piezas, pero el recuerdo se le escapó. La frustración era tan palpable que sintió su pulso acelerarse, obligándole a llevarse una mano al corazón y esperar a que el latido se sosegara.
Solo después de que la pareja se hubo marchado y el trío se hubo desvanecido, Lihaku dejó escapar un gran suspiro. Con la mano temblorosa, se apartó el cabello empapado en sudor de la frente, permitiéndose exhalar por fin toda la tensión acumulada. No era un hombre acostumbrado a la quietud y detestaba tener que contener la respiración de esa forma. Sin embargo, se sintió orgulloso al recordar que su maestro de espada le había enseñado a controlarse como un animal salvaje, inmóvil en la caza. A pesar de todo, un escalofrío le recorrió la espina dorsal al pensar en lo cerca que había estado de ser descubierto.
—¡¿Quiénes diantres eran esos tipos?!
Abatido por el cansancio, se levantó y se sacudió el polvo que tenía en el trasero. El cielo se tiñó de rojo, anunciando la hora en que las mariposas de la noche comenzaban su vuelo. La gran rosa no apreciaría a un cliente con el semblante sombrío, por lo que se dio un par de palmadas en las mejillas, buscando transformar su estado de ánimo. Era momento de dejar de lado su trabajo y sumergirse en el ocio. Con humor mejorado, se dijo que los asuntos de la profesión y los del placer no debían mezclarse jamás.
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