
Webnovel original en japonés por: 日向夏 (Natsu Hyūga)
Los diarios de la boticaria
Volumen 2
«Qué crueldad...», pensó Maomao, sintiendo una punzada de impotencia al ver cómo el plato de algas venenosas le era arrebatado. Había preparado una segunda ración para, arriesgando su propio cuerpo, probar el veneno. Era una validación extremadamente importante para el caso...
La verdad, por desgracia, se había revelado con una decepcionante sencillez. El rastro del origen de las algas los condujo sin esfuerzo hasta el hermano del oficial en coma. Cuando dieron con la tienda donde las compró, este confesó sin titubear que él mismo las había adquirido. Esa mirada extraña que les había dirigido cuando intentaron entrar en la cocina había sido, al parecer, la confirmación de su culpa. Es un drama tan viejo como el mundo: si el primogénito goza de buena salud, el segundo hijo a menudo se ve condenado a la marginación. Maomao y los demás sintieron un poso de amarga desilusión ante una motivación tan absurdamente simple.
Dejando eso a un lado, Maomao volvió a reflexionar sobre la inusitada indulgencia de Jinshi. A decir verdad, si hacía la vista gorda con sus actos de pervertido, el trato que recibía era bastante privilegiado. «La verdad es que hago lo que me da la gana...», admitió. Le daba respuestas sin gracia, no le mostraba el menor respeto, lo trataba como a un pervertido y lo miraba como si fuera un bicho raro y asqueroso. Si ella fuese la señora, habría despedido a una criada así en el acto. O, mejor dicho, la habría mandado a la horca. «No, a la horca no... Prefiero que me envenenen. Pero si eso sucediera, ¿qué pasaría con las hierbas medicinales?», se dijo, y el pánico la invadió.
El salario no le importaba, pues no era el dinero lo que la ataba, tenía otras formas de ganarse la vida. Lo más valioso eran aquellas hierbas medicinales importadas, un bien inalcanzable para una boticaria del barrio del placer. Había tantos tesoros que deseaba estudiar que, por ellos, estaba dispuesta a ser un conejillo de indias durante el tiempo que hiciera falta.
A partir de ese momento, decidió servirle con sinceridad y de todo corazón. Se colocó la sonrisa profesional que había perfeccionado durante sus años en el barrio del placer y recibió a Jinshi. Él se quedó pasmado. Maomao pensó que había puesto la expresión equivocada, pero, de repente, él comenzó a golpear su cabeza contra una columna, como un pájaro carpintero. Al oír el ruido, Gaoshun y Suiren acudieron a toda prisa para ver qué pasaba. Gaoshun la miró fijamente. «Esto no ha sido culpa mía», pensó Maomao, aún desconcertada, con mala cara. «El que está loco es él».
La jornada laboral de Maomao terminaba cuando recibía a su amo, Jinshi. Por esa razón, aguardaba su regreso con impaciencia, pues su presencia ponía punto y final a sus labores. Aquel día, Jinshi entró en la estancia con el rostro marcado por la fatiga.
—Bienvenido a casa.
—Deberías decir «Bienvenido, señor» —la instruyó Suiren.
Maomao la ignoró. «Si lo dijera, se me trabaría la lengua y me la arrancaría de un mordisco», vaticinó.
Últimamente, Jinshi volvía tarde del trabajo. Al parecer, la razón era que se estaba poniendo al día con una montaña de trabajo acumulado. Con su habitual pragmatismo, Maomao pensó que, si ese era el caso, más le habría valido no entrometerse en la investigación de la semana pasada. Pero al parecer, se trataba de un asunto espinoso cuya complejidad había resultado ser mayor de lo que parecía.
—No es que no nos entendamos, pero nuestras opiniones divergen en todo —comentó el eunuco entre suspiros, mientras tomaba una bebida de frutas de manos de Suiren.
Menos mal que todos los presentes estaban ya más que acostumbrados a sus manías, porque si cualquier otra criada lo viera así, se desmayaría del susto. «Vaya eunuco más molesto...», pensó Maomao. Era admirable que hubiera alguien capaz de dar su opinión a un hombre así, pero al mismo tiempo, no deseaba encontrarse con esa persona ni en pintura.
—Yo también tengo gente que no soporto —siguió Jinshi.
Se trataba de un alto mando militar, un genio tan famoso por su intelecto como por su excentricidad. Tenía la costumbre de poner obstáculos a todo y, sin importar si estaba en su propio despacho o en el de otro, arrastraba a sus invitados a partidas de shogi y a charlas triviales con tal de posponer la firma de documentos. Jinshi se había convertido en el blanco más reciente de sus caprichos. Por su culpa, llevaba días pasando una o dos horas de más en su despacho, asumiendo una carga adicional de trabajo.
Un escalofrío de presentimiento recorrió la espalda de Maomao.
—¿Quién es ese viejo tan molesto?
—Tiene poco más de cuarenta años. Lo peor es que cumple con su trabajo, así que no se le puede criticar.
«¿Poco más de cuarenta años? ¿Un alto mando militar? ¿Excéntrico?», las preguntas resonaron en la mente de Maomao. Aquellas palabras le resultaban inquietantemente familiares. Por experiencia, sabía que ese reconocimiento solo podía augurar problemas, así que decidió apartarlo de su cabeza. Sin embargo, su instinto, que pocas veces se equivocaba, ya le había advertido de que el mal augurio había echado raíces.
○ ● ○
—¿Pero la resolución del caso no tendría que haber estado aprobada ya?
Aquel invitado inesperado recibió una de las sonrisas divinas de Jinshi. Mantenerla sin que se le crispara el rostro requería un esfuerzo considerable.
—No, no... Es difícil ver los cerezos en flor en invierno. Por eso he pensado que lo comentaría aquí contigo.
El hombre, un despreocupado cuarentón con barba de tres días y un monóculo, ocupaba con desinterés un diván. Llevaba uniforme de oficial, pero su porte era más propio de un funcionario civil. Sus ojos, estrechos y astutos como los de un zorro, rebosaban tanto de intelecto como de locura. El nombre de aquel hombre era Lakan, un consejero militar que jamás se equivocaba. En otros tiempos, se le habría considerado una figura legendaria, pero en la época actual no era más que un excéntrico.
Pertenecía a una buena familia, pero, a pesar de haber cumplido los cuarenta, permanecía soltero y había adoptado a su sobrino para que este se encargara de la gestión de la casa. Los únicos intereses de Lakan eran el go, el shogi y los cotilleos, y era su particular afición arrastrar a los demás a sus juegos y charlas triviales, sin importar el interés que mostraran.
Todo este tormento tenía su origen en el último asunto de Jinshi: el haber tomado a una joven de la Casa Verdigris para convertirla en una sirvienta. Aunque no era mentira, el hecho de haberse llevado a una muchacha de un burdel estaba bastante mal visto. Maomao lo miraba con la misma expresión con la que soportaba el zumbido de un mosquito en verano, por lo que él procuraba ser lo más discreto posible. La había presentado como una sirvienta, pero el problema no era la acción en sí misma, sino la manera en que la gente lo estaba interpretando.
Con su afición casi enfermiza por los chismorreos, aquel hombre se había dedicado a propagar todo tipo de rumores por la milicia, asegurando que Jinshi la había rescatado de un burdel. Y no es que se equivocara…
Mientras dejaba que las historias de aquel vejestorio, de origen desconocido, le entraran por un oído y le salieran por el otro, Jinshi se dedicó a firmar los documentos que Gaoshun le había traído, con la mirada fija en su escritorio.
—Por cierto, yo mismo tuve a una favorita en la Casa Verdigris hace mucho tiempo.
A Jinshi le pareció un comentario inesperado, pues siempre había creído que a ese hombre no le interesaban los asuntos de alcoba.
—¿Qué clase de cortesana era? —le contestó, dejándose llevar por la curiosidad.
Lakan sonrió de oreja a oreja y sirvió el zumo de frutas que había traído en una copa de lapislázuli. Su postura, tumbado en el diván, no difería en nada de cómo se comportaría en su propia habitación.
—Era una buena cortesana. Se le daba muy bien el go y el shogi. Yo podía ganarla en el shogi, pero en el go siempre perdía.
«Si podía ganar al consejero militar, debía de ser muy buena», pensó Jinshi.
—Pensé que nunca más volvería a encontrarme con una mujer tan interesante, así que llegué a plantearme rescatarla del burdel. Pero la vida no siempre sale como uno quiere, ¿verdad? Y dio la casualidad de que dos ricos excéntricos subieron el precio como si se tratara de una subasta.
—Ah, ostras...
A veces, la suma para rescatar a una cortesana podía equivaler a la construcción de un palacio. Con razón Lakan no pudo permitírselo. «¿A dónde quiere llegar este hombre con esta historia...?», pensó Jinshi.
—Era una cortesana muy peculiar: vendía su arte, pero no su cuerpo. Es más, ni siquiera consideraba a los clientes como tales. Al servir el té, los miraba con un aire tan arrogante, como si estuviera haciendo un acto de caridad hacia los plebeyos, en lugar de simular estar sirviendo a un señor. Yo me incluyo entre esos clientes, y no podía evitar que un escalofrío me recorriera la espalda, una sensación a la que no podía resistirme.
—...
A Jinshi se le hizo muy incómodo, así que apartó la mirada. Gaoshun, que se encontraba en un segundo plano, se mordió los labios con fuerza, dejando su boca en una línea recta. En este mundo había muchísima gente con los mismos gustos. Aquel hombre continuó, sin saber que los otros habían adivinado sus pensamientos. En los ojos del hombre, que sonreía de oreja a oreja, Jinshi vislumbró una llama de locura.
—Algún día, me hubiera gustado someterla. Al final, no pude resignarme a perder a esa cortesana, así que no me quedó más remedio que usar un par de trucos sucios. Como no me la podía permitir por el precio, la compré cuando su valor bajó. Es lo más normal, ¿no? El caso es que su valor lo hice bajar yo, ¿sabes?
Sus ojos astutos, tras el monóculo, sonreían. La historia los había atrapado sin que se dieran cuenta. Por eso era tan aterrador.
—Oh, vaya... Ya es hora de irme. Mis subordinados se enfadarán si me quedo mucho más.
—¿Nos vas a dejar con la intriga, a estas alturas?
Con una repentina frialdad, Lakan se dispuso a recoger el zumo de frutas. Puso en el escritorio de Jinshi la licorera que había traído consigo.
—Dáselo a las sirvientas que trabajan aquí. Es un licor dulce, pero fácil de beber. —El consejero militar se despidió con la mano—. Bueno, hasta mañana.
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