
Webnovel original en japonés por: 日向夏 (Natsu Hyūga)
Los diarios de la boticaria
Volumen 2
Traducido por: Xeniaxen
Capítulo 17
Coralillo y acedera
(NT: El coralillo es un arbusto o árbol pequeño de clima cálido. No es originario del lejano oriente. Posee propiedades medicinales como analgésicas, antiinflamatorias, antibacterianas, antifúngicas y cicatrizantes. La acedera silvestre es una planta herbácea de bajo crecimiento, común en jardines y como maleza, conocida por su sabor picante y ácido. Aunque sus hojas se usan en ensaladas y como condimento por su sabor cítrico, su consumo en grandes cantidades es tóxico.)
Un viejo recuerdo acudió a su mente. Entre un vasto mar de escenas en blanco y negro, solo esa estaba teñida de un tenue color rojo. Su visión, siempre borrosa, se volvía intensamente nítida en esa imagen: unas uñas teñidas de carmín que sujetaban piezas de ajedrez.
Todos se rendían a sus movimientos, que eran perfectos y precisos. Aquella orgullosa cortesana que lo miraba con aburrimiento era Fengxian.
Él solía ir a los burdeles solo para acompañar a otros, pues el alcohol, la danza o la música del erhu le resultaban indiferentes. Para él, por muy bien que se vistieran, solo eran fichas de Go pintadas de blanco. Siempre había sido así. Su incapacidad para distinguir los rostros era absoluta. Aunque había mejorado, en el pasado no solo confundía a su madre con su niñera, sino que ni siquiera era capaz de distinguir a los hombres de las mujeres. Su padre, ante su inutilidad, se marchó con una concubina. Y su madre, sin importarle un hijo que no era capaz de distinguir su rostro, se afanaba por recuperar al marido que se había escapado con su amante.
Tuvo la suerte de nacer primogénito de una familia noble y, aun así, vivir a su antojo. Se obsesionó con el juego de Go y el ajedrez japonés, que había aprendido de niño, y pasaba los días escuchando habladurías y, de vez en cuando, haciendo travesuras. Una vez, oyendo a su tío hablar de ello, incluso intentó hacer florecer una rosa azul en el palacio. Solo su tío, que era torpe pero muy hábil, lo entendía. Le aconsejó que recordara a las personas por su voz, sus gestos y su físico, y no por su rostro. Para él, era más sencillo convertir a sus seres queridos en piezas de ajedrez japonés. Con el tiempo, las personas que le eran indiferentes se convirtieron en fichas de Go, y las que se le acercaban se veían como piezas de ajedrez japonés. Cuando vio a su tío como la pieza de un rey, interpretó una vez más que era un hombre de gran talento. Nadie entendería la soledad que sintió al oír que su tío se marchaba a estudiar al oeste, la prueba de cuán pocas personas lo comprendían de verdad.
Nunca pensó que podría aplicar el talento que había desarrollado en el juego de Go o en el ajedrez japonés, que eran su único refugio. Gracias al estatus de su familia, tuvo la suerte de ser puesto al mando de un ejército a pesar de su completa falta de talento para la guerra. Aunque él no fuera fuerte, si utilizaba a sus subordinados con ingenio, obtendría buenos resultados. Con las personas como piezas, el ajedrez japonés era, sin duda, el juego más fascinante.
Mientras su racha de invictos en los juegos y en el trabajo continuaba, un colega malintencionado le sugirió que se enfrentara a una cortesana. Fengxian, que nunca perdía en el burdel, contra él, que nunca perdía en el ejército. Independientemente de quién perdiera, el público se deleitaría, pues, al fin y al cabo, eran solo sapos en un pozo. (NT: “Ser un sapo en un pozo” es un modismo que viene de una antigua parábola china. Significa que una persona tiene una visión del mundo muy limitada y es incapaz de comprender la inmensidad de lo que hay más allá de su pequeño entorno. Como un sapo que vive en un pozo y cree que el cielo es del tamaño de la abertura del pozo.)
Como si le leyera la mente, Fengxian lo derrotó. Aunque ella usaba las piezas blancas y se movía en segundo lugar, la diferencia en el campo de batalla fue abrumadora. Sus elegantes uñas habían aplastado el orgullo de su oponente.
No sabía cuándo había sido la última vez que había perdido. En lugar de sentir frustración, sintió un poco de alivio ante su implacable forma de jugar. Se daba cuenta por sus movimientos, que eran indiferentes y sin una sola palabra. Quizá no le había gustado que la subestimara. No pudo evitar reírse a carcajadas, sujetándose el estómago. La gente a su alrededor se consternó, murmurando que había perdido la razón.
Cuando miró el rostro de la implacable cortesana con los ojos llenos de lágrimas, no vio su habitual ficha de Go blanca. En su lugar, vio el rostro de una mujer que parecía irritada, un rostro que, hasta entonces, le había sido indistinguible. Tal y como indicaba su nombre, sus ojos eran como el coralillo, de esos que parecen a punto de estallar si los tocabas, de una intensidad que ahuyentaba a las personas. Un color tan brillante que podría confundir la visión borrosa de un hombre que no podía distinguir los rostros. «Conque así son los rostros de las personas...», pensó.
Era la primera vez que se daba cuenta de algo tan obvio. Fengxian susurró algo a su aprendiz, y la muchacha se apresuró a traerle un tablero de ajedrez japonés. La orgullosa cortesana, que en su primer encuentro ni siquiera le había dirigido la palabra, lo estaba retando a una nueva partida en silencio.
La próxima vez no perdería. Se subió las mangas y, sin una sola palabra, colocó las piezas sobre el tablero.
¿Cuántos años durarían esas citas en las que no hacían más que jugar al Go y al ajedrez japonés? La frecuencia de los encuentros fue disminuyendo poco a poco. Cuando una cortesana con talento se vuelve popular, no está tan disponible. Fengxian era una de ellas; su inteligencia y sus respuestas directas no eran del agrado de todos, aunque los amantes de lo excéntrico la adoraban. De verdad que hay gente para todo.
El precio de su compañía aumentó, y apenas podía verla una vez cada tres meses.
Cuando por fin volvió al burdel después de tanto tiempo, se la encontró aplicándose carmín en las uñas con su habitual expresión de indiferencia. Sobre una bandeja, había una flor roja de coralillo y una pequeña hierba. Cuando le preguntó qué era, ella respondió:
—Es hierba gatera.
Al parecer, se usaba en medicina y era eficaz para desintoxicar y curar las picaduras de insectos. Curiosamente, al igual que el coralillo, las semillas de esta planta se abrían y salían volando si tocas el fruto maduro. Pensó que lo probaría la próxima vez, y mientras cogía una flor amarilla, Fengxian le dijo:
—¿Cuándo volverás?
Qué extraño, ella, que solo le enviaba mensajes de promoción.
—Dentro de tres meses.
—De acuerdo.
Entonces la cortesana le pidió a su aprendiz que guardara el carmín para uñas, y ella se puso a colocar las piezas de ajedrez japonés.
Fue por aquel entonces cuando se enteró de la subasta por Fengxian. Según los rumores, más que el valor de la cortesana, el rival estaba aumentando la puja por pura malevolencia. Aunque había ascendido a oficial, la suma le resultaba inalcanzable, pues su medio hermano le había arrebatado el puesto de heredero. ¿Qué podría hacer? Un impulso perverso acudió a su mente, pero lo rechazó de inmediato, pues era algo que no debía hacer.
En el burdel, tras tres meses de ausencia, Fengxian lo esperaba, sentada entre un tablero de Go y otro de ajedrez japonés.
—¿Por qué no apostamos esta vez? Si ganas, te daré lo que quieras, y si gano yo, me quedaré con lo que yo quiera. Elige el juego que prefieras.
Aunque él tenía ventaja en el ajedrez japonés, Lakhan tomó asiento ante el tablero de Go. Por su lado, Fengxian hizo una seña a sus aprendices para que se marcharan, pidiendo la máxima concentración.
Después, sin saber quién había ganado, se dio cuenta de que sus manos se habían entrelazado. Fengxian no le prodigó ninguna palabra de afecto, y él, que era igual de distante, se sintió unido a ella por un mismo espíritu. En cierto modo, eran almas gemelas. Entre sus brazos, Fengxian susurró:
—Quiero jugar al Go.
Él también había albergado ese mismo pensamiento, solo que para él, el juego era el ajedrez japonés.
Lo que siguió fue un infortunio. Su querido tío fue destituido. Aunque era una persona desmañada, su padre lo maldijo y lo llamó la vergüenza de la familia. A pesar de que la deshonra no tocó a la casa, la influencia del tío irritaba a su padre, quien le ordenó un exilio temporal. Lakhan lo acató, pues ignorarlo habría conllevado problemas en el futuro. Después de todo, su padre, un oficial de alto rango, era tanto su progenitor como su superior.
Apenas pudo enviar una carta al burdel, en la que prometía que volvería en medio año. Después, recibió un mensaje que informaba de la cancelación de la subasta. Pensó que todo estaría bien por un tiempo, pero nunca se habría imaginado que tardaría tres largos años en regresar.
Cuando volvió a casa, se encontró una pila de cartas polvorientas, desordenadas y descuidadas. Las ramas con las que estaban atadas se habían marchitado, una prueba palpable del tiempo que había transcurrido. Por algún motivo, una de ellas estaba abierta.
Allí estaba su típica carta, pero en una de sus esquinas había una mancha de un rojo oscuro y denso. A su lado, un pequeño saquito también manchado. Lo abrió y, dentro de un papel sucio, de lo que no pudo distinguir si eran ramas o trozos de tierra, encontró dos objetos. Uno de ellos era muy pequeño, y le dio la sensación de que lo aplastaría si lo apretaba.
Cuando se fijó en lo que había en la punta de la rama, por fin entendió lo que era. Era demasiado tarde para darse cuenta de que eran las diez que él tenía en las manos. Había oído que una maldición llamada «promesa de meñique» estaba de moda.
Volvió a envolver las dos pequeñas ramas, las guardó en el saquito y se lo metió en el bolsillo. Luego, montó en su caballo y, desesperado, se dirigió al barrio del placer.
En el conocido burdel, que estaba más descuidado que antes, solo había personas que parecían fichas de Go. La mujer que era como el coralillo ya no estaba allí, y solo reconoció a la madame, que se puso a golpearlo con una escoba, por su voz.
Fengxian había muerto. La cortesana, a la que dos grandes burdeles le habían dado la espalda, había hecho que el lugar perdiera todo su prestigio y su reputación estaba por los suelos. No le quedó más remedio que ofrecer sus servicios a cualquiera.
Aquello era algo tan fácil de entender, pero él, que solo pensaba en el Go y en el ajedrez japonés, no había logrado comprenderlo. De nada servía arrastrarse por el suelo y llorar a lágrima viva sin importarle nada más. El tiempo no retrocedería.
Todo era culpa suya, por haber sido tan miope.
Con las manos en la cabeza, que todavía le daba tumbos, Lakhan se incorporó del lecho. La habitación, de una austeridad familiar, era la sala de descanso de la unidad militar donde a menudo se refugiaba para holgazanear. Había subestimado la potencia del licor, pues la muchacha lo había bebido con pasmosa rapidez. Con un solo sorbo, le había quemado la garganta. Al lado de su cama, había un cántaro de agua. En lugar de servirse, lo levantó y bebió directamente. Un amargor penetrante se le extendió por la boca, obligándolo a escupir. Aunque era un medicamento para la resaca, la maliciosidad del gesto no le pasó desapercibida.
Al lado de la jarra, había una caja de madera. Era la misma que le había enviado hacía ya un tiempo, con una carta como botín de una travesura. Nunca imaginó que, aun marchito, el tallo pudiese conservar su forma. Aquello lo hizo recordar a la muchacha, la que era como la acedera, como la hierba gatera.
Después de aquello, había llamado a las puertas de la Casa Verdigris sin cesar, y la madame lo vejó cada vez. Lo golpeaba con una escoba, le gritaba que allí no había ningún bebé y que regresara a casa. Era una mujer verdaderamente terrible. Mientras estaba sentado en la entrada, aturdido y con la sangre chorreándole por la sien, vio que una niña arrancaba una hierba a su lado. La hierba que crecía junto al edificio tenía unas pequeñas flores amarillas que le resultaban extrañamente familiares. Le preguntó a la niña qué hacía, y esta le respondió que estaba haciendo medicina. Su rostro, que, como el de los demás, debería haber parecido una ficha de Go, se veía como el de una niña malhumorada. Con ambas manos llenas de la hierba, la niña se echó a correr. Al final del camino, había alguien que andaba a trompicones, como un anciano. Por un instante, su rostro, que también esperaba que fuera como una ficha de Go, le pareció una pieza de ajedrez japonés. Y no solo eso, sino que, en lugar de un peón o un caballo, era una pieza mayor: la de un dragón rey.
Comprendió al fin quién había abierto la única carta y el sucio saquito.Allí estaba su tío Luomen, de quien no se había vuelto a saber nada después de ser expulsado del palacio interior. Y aquella niña con la hierba gatera, que lo seguía como un pollito, respondía al nombre de Maomao.
Lakhan se sacó el sucio saquito del bolsillo. Como siempre lo llevaba encima, estaba muy desgastado. Dentro, todavía contenía los dos objetos, como pequeñas ramas, envueltos en papel.
Los movimientos de las piezas de Maomao eran muy torpes. Puede que fuera porque no sabía jugar, pero también se dio cuenta de que usaba la mano izquierda. Cuando vio sus uñas teñidas de rojo, se dio cuenta de que tenía el meñique torcido. No era de extrañar que lo odiara con amargura; Lakhan sabía que se lo merecía. Pero aun así, la quería a su lado. Ya no quería una vida rodeado de fichas de Go y de las frías piezas del ajedrez japonés. Por esa razón, se endureció y se hizo más fuerte. Le arrebató el liderazgo a su padre, echó a su medio hermano y adoptó a su sobrino. Negoció con la madame una y otra vez y, después de diez años, terminó de pagar el doble de la compensación.
Las que una vez fueron las aprendices de Fengxian, ahora conocidas como las Tres Princesas, junto a su tío, le habían aconsejado que respetara la voluntad de Maomao. A su pesar, Lakhan, que siempre fue incapaz de leer las emociones de la gente, no dejaba de cometer errores de juicio.
Guardó de nuevo el saquito. «Me daré por vencido esta vez, solo esta vez», pensó. La gente podría considerarlo un obstinado, pero él no claudicaría. Sobre todo, porque sentía una profunda aversión hacia el hombre que acompañaba a su hija.
«¿No se estaba acercando demasiado?», condenó. Durante la partida, le había puesto la mano en el hombro a su hija hasta en tres ocasiones. Le resultaba cómico que ella lo hubiera apartado cada vez, pero ahora, ¿qué podría hacer para desquitarse? Lakhan cogió la jarra de agua y, mientras se bebía el desagradable medicamento, pensó: «No importa lo mal que sepa, sin duda lo ha hecho ella».
Por un tiempo, su única ocupación sería idear cómo deshacerse de los insectos que molestaban a la flor.
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