07/09/2025

Los diarios de la boticaria 2 - 3




Webnovel original en japonés por: 日向夏 (Natsu Hyūga)
Los diarios de la boticaria
Volumen 2



Traducido por: Xeniaxen


Capítulo 3
La pipa

«Pues no es tan vago como pensaba...», se dijo Maomao a sí misma. Al parecer, la verdad que ahora se le revelaba sobre Jinshi era muy distinta: su aparente desocupación no era más que una fachada. El tiempo de aquel dignatario estaba mucho más comprometido de lo que ella imaginaba, con responsabilidades que iban más allá de la gestión del palacio interior y abarcaban otras tareas que, hasta entonces, le eran completamente desconocidas.

El trabajo de Maomao consistía en hacer recados en su despacho por la mañana y en sus aposentos privados por la tarde. Aunque se trataba de aposentos privados, tenían el tamaño de un pabellón, y desde su ventana se podía ver un hermoso y cuidado jardín. Aparte de ella, había otra sirvienta, una mujer que ya había superado la cincuentena. Al principio, se extrañó de que no tuviera a chicas jóvenes a su alrededor, pero después de pensarlo bien, se dio cuenta de que sería una pérdida de dinero contratarlas, ya que se le acercaban sin necesidad de pagarles. Es más, con lo apuesto que era, se quedarían embobadas y no podrían trabajar.

En ese momento, Jinshi estaba haciendo un mohín a unos documentos. Él había indicado que iba a estar atrapado en su oficina todo el día, así que Maomao no tuvo más opción que trabajar a su alrededor mientras limpiaba. Estaba recogiendo los papeles usados en un rincón de la sala. Las hojas, de alta calidad, estaban llenas de ideas absurdas, por lo que habían terminado convertidas en basura. Por muy inútil que fuera el borrador de una ley, los papeles usados no se podían reciclar; por lo que tenía que ir a quemarlos.

«Si los vendiera, podría amasar una buena fortuna», imaginó. Pero ese destello de picardía fue rápidamente ahogado por el recuerdo de su deber. Se dijo a sí misma que era su trabajo y que debía cumplirlo. Con esa idea en mente, salió del despacho de Jinshi y se dirigió hacia un rincón alejado del vasto palacio, un área separada para los campos de entrenamiento militar y los almacenes, donde se ubicaba el lugar designado para incinerar la basura.

«El departamento militar, ¿eh...?», pensó. A decir verdad, no le apetecía mucho ir, pero tenía que hacerlo. Cuando se decidió a levantarse, sintió que algo se posaba sobre sus hombros.

—Hace frío afuera. Ponte esto. Es para las sirvientas.

Gaoshun, tan diligente y considerado, le estaba dando una chaqueta acolchada. Había un poco de nieve en el suelo, y el viento se podía oír mientras agitaba las ramas secas de los árboles. Es fácil olvidarse del frío cuando uno está en una habitación cálida con varios braseros, pero no había pasado ni un mes desde que había empezado el nuevo año. Era la estación más fría de todas.

—Muchas gracias.

Maomao sintió un profundo agradecimiento. A su juicio, aquel hombre era demasiado valioso para ser un eunuco. La chaqueta, de un tejido basto, le proporcionaba un calor que era un alivio inmenso.

Mientras se metía las mangas sin teñir, sintió la mirada de Jinshi posarse en ella; una mirada que, más que curiosidad, reflejaba un profundo recelo. «¿Habré hecho algo que no haya sido de su agrado?», se preguntó. Ladeó la cabeza, solo para darse cuenta de que no la estaba mirando a ella, sino a Gaoshun. Este, al notar su mirada, se sobresaltó.

—Es de parte del señor Jinshi. Me ha dicho que te lo dé... —dijo Gaoshun, añadiendo gestos a sus palabras. Su tono parecía una excusa.

«¿Será que no quiere que actúe por su cuenta?», reflexionó Maomao, asombrada de que tuviera que pedir permiso para algo tan simple como darle una chaqueta de algodón a una sirvienta. Sintió lástima por Gaoshun.

—Ya veo. Gracias —dijo, dirigiéndose a Jinshi. Y salió hacia el vertedero con la cesta llena de papeles viejos.



«Papá, ojalá hubieras plantado aquí también», pensó con un suspiro. En el palacio interior, su padre, Luomen, había trasplantado muchas hierbas medicinales. Era un hombre muy trabajador y calmado, pero había cambiado la vegetación del palacio a su antojo.

El palacio exterior era mucho más grande que el interior, pero apenas había hierbas medicinales. Lo único que pudo encontrar fueron las que crecen en cualquier parte, como dientes de león, artemisas, o azucenas rojas. (NT: La artemisa es un tipo de arbusto comúnmente conocido como ajenjo o hierbas santas. Se valora en la medicina popular por sus propiedades digestivas, antiespasmódicas, y para la salud femenina, como aliviar dolores menstruales. Las azucenas son flores consumidas como alimento y utilizadas en la medicina tradicional china. Se le atribuyen propiedades antioxidantes y vitaminas que podrían beneficiar la salud general y el sistema inmunológico, aunque se debe tener cuidado al ingerirla, porque puede ser tóxica.) Le gustaba remojar los bulbos en agua y comerlos, pero como son venenosos, si no se les quita bien el veneno, le causaban dolor de estómago. Más de una vez la vieja madame le había regañado para que no comiera cosas así, pero era la naturaleza de Maomao, y eso no iba a cambiar.

«Supongo que esto es lo mejor que puedo esperar», pensó. La escasez de flora en invierno hacía que fuera lo suficientemente difícil encontrar algo. Incluso con una búsqueda cuidadosa, no esperaba encontrar mucho más de lo que ya tenía. Maomao empezó a considerar plantar algunas semillas a escondidas.

De camino al pozo de basura, vio una sombra conocida. Estaba junto a una hilera de almacenes de yeso a cierta distancia de la oficina de Jinshi. Se trataba de un joven oficial militar de rostro fuerte y masculino, pero con una decencia obvia, dándole un aspecto de perro grande y amigable. Sí, era Lihaku. Por el color de su fajín, parecía que lo habían ascendido. Estaba hablando con unos hombres que parecían ser sus subordinados. «Se está esforzando mucho», pensó Maomao.

Por lo visto, cada vez que tenía un día libre, iba a la Casa Verdigris a beber té con las aprendizas. Por supuesto, su objetivo es la señorita Pai Lin, pero, para poder llamarla, necesitaría el salario de medio año de un plebeyo. Aun así, para ser una cortesana de tan alto nivel, su precio era bastante barato. La razón es que ella era muy apacible. El valor de una cortesana reside en su exclusividad, y si era demasiado fácil de conseguir, su valor se reducía.

El hombre, que ya había probado el sabor de la miel celestial, acudía a la casa de placer con la esperanza de poder ver, aunque fuera por una rendija del biombo, el rostro de aquella flor inalcanzable. Se podía intuir que su ascenso se debía a sus esfuerzos por acercarse a esa flor. Un diligente insecto.

Quizá su mirada de compasión llegó hasta él, porque Lihaku se acercó a Maomao saludando. Era como un perro grande. En lugar de una cola, el pañuelo que llevaba atado a la cabeza se balanceaba de un lado a otro fuera de su gorro.

—¡Hola! ¿Hoy te han asignado a alguna consorte o algo? —le preguntó, sin saber que Maomao había sido despedida del palacio interior.

—No. Ahora, en vez de trabajar en el palacio interior, soy la asistente personal de un burócrata —le respondió, omitiendo el tema de su despido, que le resultaba incómodo. Sería demasiado complicado contarlo todo, así que lo redujo a esa única frase.

—¿Asistente personal? ¿Quién es tan excéntrico?

—Sí, es bastante peculiar, ¿verdad?

Lihaku era bastante grosero, pero era una reacción normal. Nadie contrata de buena gana a una chica fea, llena de pecas y delgada como un árbol seco. Maomao no tenía intención de seguir maquillándose las pecas, pero no le quedaba más remedio que obedecer a su amo. Por alguna razón, Jinshi le había ordenado que siguiera con ellas. «¿Qué demonios quiere este ahora?», se preguntó Maomao.

—Por cierto, he oído que un alto funcionario ha comprado la libertad de una de las cortesanas de tu casa.

—Eso parece —respondió Maomao. «No puedo culparle por pensarlo», se dijo a sí misma.

Cuando firmó su contrato de trabajo y se dirigió al palacio, sus hermanas, entusiasmadas, la limpiaron de pies a cabeza, la vistieron con sus mejores galas, le peinaron el pelo y la cubrieron con una montaña de maquillaje. Con ese aspecto, no parecía cualquier cosa menos como una sirvienta ordinaria que se dirigía a un puesto ordinario. Maomao recordó que, por alguna razón, su padre la miró como si estuviera despidiendo a un ternero.

Que una cortesana entrara en el palacio era extraño, pero lo era aún más que fuera una de las empleadas de Jinshi, lo que hizo que llamara mucho la atención y que se sintiera más incómoda aún. Se cambió de ropa de inmediato, pero la vieron un buen número de personas. El iluso Lihaku, a pesar de tener a la persona delante, no se dio cuenta de nada. Sonreía como un perrito, como siempre.

—Por cierto, parece que estabas ocupado. ¿Va todo bien?

—Sí. Ejem... Es que estaba atascado con una cosa...

Un subordinado se le acercó. Los de su rango ganaban poco dinero y apenas veían mujeres. Se alegró al ver a Maomao, pero su cara se descompuso en cuanto la vio más de cerca. Si su jefe era así, era normal que el subordinado también lo fuera.

—No sé cómo ha podido ocurrir. Aunque no es raro en esta época del año —dijo.

Parece que la noche anterior había habido un pequeño incendio, y Lihaku estaba investigando la causa. Con curiosidad, Maomao se deslizó entre los dos y se dirigió hacia el pequeño almacén donde se había originado el altercado.

—¡Oye, no te acerques tanto!

—Vale —dijo Maomao, examinando minuciosamente el edificio y todo lo que lo rodeaba.

«Mmm...», rumió. Para tratarse de un pequeño incendio, había varias cosas extrañas. Si de verdad había sido algo pequeño y aislado, ¿por qué habían enviado a un oficial de tan alto rango como Lihaku? ¿No habría sido suficiente con un funcionario menor? Además, para ser pequeño, había restos del edificio esparcidos por todas partes. Debió de ser más bien una explosión. Y seguro que hubo heridos. «Sospecharán que se trata de un acto terrorista organizado, supongo», adivinó Maomao.

Era una época relativamente tranquila, pero no todos estaban contentos. De vez en cuando, las tribus extranjeras atacaban, y no era raro pasar por épocas de hambruna o sequía. En la época del Emperador anterior, la «cacería» de damas de la corte que se hacía todos los años provocó una grave escasez de novias en las zonas rurales. También se abolió el sistema de esclavos, un negocio con el que algunos comerciantes ganaban mucho dinero. Probablemente, todavía había gente resentida por aquello. Habían pasado tan solo cinco años desde que el último Emperador falleció. Eran muchos los que todavía recordaban su reinado.

—Oye, ¿qué haces? Te he dicho que no te acercaras —avisó Lihaku.

—Ay. Es que tengo curiosidad.

Maomao miró a través de una ventana rota. Dentro, había mercancía carbonizada. Por las patatas tiradas en el suelo, se dio cuenta de que era un almacén de alimentos. Las patatas habían pasado de su habitual color dorado a un color carbón; un verdadero desperdicio.

Buscando cualquier otra cosa que pudiera haber caído al suelo, Maomao descubrió una especie de palo. Sin embargo, en el momento en que lo tocó, se convirtió en ceniza, dejando solo la punta cuidadosamente trabajada. «¿Esto es marfil?», juzgó. «Parece una pipa». Cepilló el tallado decorativo y lo estudió.

—¡Que no deambules a tu antojo! —gritó Lihaku, que por fin (y comprensiblemente) empezaba a sonar enojado.

Pero una vez que Maomao se involucraba en un problema, no podía dejarlo pasar. Se cruzó de brazos, tratando de encajar las piezas en su cabeza. Una explosión, un almacén lleno de comida y una pipa en el suelo. Algo hizo clic en su cabeza.

—¡¿Me estás escuchando?!

—Que sí.

Sí, había oído a Lihaku; simplemente no lo estaba escuchando. Maomao era consciente de que este era un mal hábito suyo. Salió del almacén y se dirigió al que estaba justo enfrente, donde se habían trasladado las mercancías que se habían salvado del incendio. A pesar de que era extraño que lo pensara ella misma, eso lo había hecho alguien con muy malas intenciones.

—¿Puedo usar esto? —preguntó, señalando una caja de madera que no estaba siendo utilizada. Parecía bien hecha, como si fuera para guardar fruta.

—Claro. ¿Para qué lo quieres? —respondió Lihaku, sin entender nada.

—Te lo explicaré luego. También me llevaré esto —dijo, y encontró una tabla que podría servir de tapa para la caja. Ahora tenía todo lo que necesitaba.

—¿Tenéis un martillo y una sierra? Y también clavos, por favor.

—¿Qué vas a hacer?

—Un pequeño experimento.

—¿Un experimento?

Lihaku ladeó la cabeza, pero su curiosidad le pudo. Al parecer, iba a cooperar con ella, aunque de mala gana. Sus subordinados miraban a Maomao con desprecio, pero al ver que su jefe no se había podido negar, prepararon las herramientas que les había pedido.

Una vez suministrados los materiales, Maomao empezó a organizar diligentemente sus materiales. Con la sierra, hizo un agujero en la tabla de madera, y luego la clavó sobre la caja vacía.

—Eres bastante hábil —comentó Lihaku, asomándose a la caja como un perro que ha encontrado su juguete favorito.

—Me crié en un ambiente poco favorable. Si no tenía algo, tenía que hacerlo yo misma.

Su padre le había enseñado a construir una variedad de cosas curiosas. Él había estudiado en Occidente en su juventud, y se solía basar en esos recuerdos lejanos para crear herramientas y artilugios que nadie había visto en este país.

Para terminar, Maomao cogió algo de la mercancía que había cerca del almacén quemado y lo metió en la caja de madera.

—Disculpad, ¿tenéis un poco de fuego?

Al oírla, uno de los subordinados le trajo una cuerda de cáñamo humeante. Mientras, ella fue a un pozo a por agua. Lihaku, aún totalmente desconcertado por lo que estaba pasando, estaba sentado sobre la caja, con la barbilla en las manos.

—Gracias —dijo Maomao, y le hizo una reverencia al subordinado de Lihaku. A este le daba curiosidad saber lo que iba a hacer ella, por lo que se puso de cuclillas a una distancia prudente para observarla.

Maomao se colocó delante de la caja con la tapa puesta y, con la mecha en la mano, cuando Lihaku se le puso al lado.

—Lihaku, esto es peligroso. Aléjate, por favor.

—¿Peligroso? ¿Qué vas a hacer? Sabes que soy un oficial militar, ¿no?

Era obvio que Lihaku estaba decidido a actuar de la forma más orgullosa y varonil que podía, así que Maomao abandonó la discusión. «Algunas personas simplemente tienen que aprender por experiencia», pensó.

—Está bien. Ten mucho cuidado, porque es peligroso. Corre en cuanto te lo diga.

Ignorando al zagal, que la miraba con recelo, Maomao le hizo una señal a uno de sus subordinados para que se acercara. Le dijo que observara desde detrás del almacén. Cuando volvió, tiró el fuego a la caja, se cubrió la cabeza y se puso a correr. El fuego salió violentamente de la caja, ardiendo con voracidad.

—¡Oyeeee!

Lihaku logró esquivar la columna de fuego por centímetros. O la mayor parte de él, al menos. Un mechón de su pelo logró coger el borde de la conflagración. Al verlo entrar en pánico, Maomao le tiró el cubo de agua que había preparado de antemano. El fuego se extinguió al momento, dejando en el aire solo el inconfundible olor a pelo chamuscado y una ligera nube de humo.




—Te dije que huyeras a mi señal —manifestó Maomao, mientras miraba a Lihaku como preguntándole si ahora entendía a lo que se refería con «peligroso».

Él se quedó en blanco. Un subordinado le puso rápidamente un abrigo de piel, mientras el aturdido Lihaku no paraba de moquear del frío. Parecía querer decir algo, pero no pudo.

—Podéis decirle al encargado del almacén que deje de fumar dentro de él —sugirió Maomao, y le dio la que probablemente fue la causa del incendio. Era una suposición, pero estaba segura de que era la verdad.

—Oh... D-De acuerdo —respondió Lihaku con cara de atontado. Estaba pálido. Por muy fuerte y entrenado que estuviera su cuerpo, si no se calentaba rápido, se resfriaría. Pero en lugar de volver a su habitación, se quedó mirando fijamente a Maomao—. ¿Qué demonios ha pasado? —le cuestionó con una cara llena de signos de interrogación.

Maomao sacó el resto de lo que había metido en la caja: un polvo blanco de un saco de lino que se dispersó con el viento.

—Cuando un polvo inflamable, como los granos de cereal o trigo sarraceno, se esparce en el aire, puede incendiarse.

La harina había explotado: era tan simple como eso. Cualquiera podía entenderlo, una vez que supiera lo que había pasado. Lihaku simplemente no había sido consciente de la posibilidad. Había pocas o ninguna cosa en el mundo que fueran verdaderamente inexplicables. Lo que una persona consideraba más allá de toda explicación era solo un reflejo de los límites de su propio conocimiento.

—Sí que se te da bien esto, ¿eh?

—Sí, lo he hecho muchas veces.

—¿Muchas veces?

Lihaku y su subordinado se miraron, confundidos de nuevo. Era normal, ya que ellos jamás se habían ensuciado con polvo en una habitación pequeña. Maomao había tenido más cuidado desde que voló por los aires su habitación alquilada en la Casa Verdigris. «Creía que la vieja madame me iba a cortar la cabeza ese día». Solo pensar en ello fue suficiente para que le dieran escalofríos.

—Ten cuidado de no resfriarte. Y si no, ve a visitar a Luomen, en el barrio del placer. Sus medicinas son las mejores.

Maomao no quería olvidarse de hacer promoción esta vez. Era posible que Lihaku le comprara medicinas a su padre cuando fuera a visitar a Pai Lin. Su padre no tenía visión para los negocios, por lo que si ella no hacía esto, podría morir de hambre.

«Esta nimiedad ha llevado más tiempo de lo que pensaba...», se dio cuenta Maomao. Cogió la cesta con los papeles usados y se dirigió al pozo de basura. Como estaba cerca, planificó que se la entregaría al encargado y volvería rápido.

«¡Ay! Al final me he quedado esto», se percató. En el cuello de su túnica tenía el trozo de la pipa que había recogido antes. Esta era la razón por la que había dicho que se advirtiera al vigilante sobre fumar. Estaba un poco quemada, pero era de muy buena calidad; de hecho, demasiado buena para el encargado de un almacén. «¿Quizá sería un regalo de alguien importante?», se preguntó.

Si limpiaba la parte tallada y le ponía una boquilla nueva, quedaría como nueva. Había oído que hubo heridos, pero no muertos, así que el dueño debía de estar recuperándose. Puede que fuera el objeto que había causado el incendio, pero si lo vendía, ganaría una buena cantidad de dinero. Aunque el dueño fuera despedido por causar el incendio, seguro que aceptaría el dinero.

Maomao se guardó la talla de marfil manchada de hollín en el mismo sitio. «Tendré que trabajar hasta tarde esta noche», se dijo, mientras le entregaba los papeles usados al sirviente.



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