
Webnovel original en japonés por: 日向夏 (Natsu Hyūga)
Los diarios de la boticaria
Lihaku, el hombretón que iba sentado a su lado, sostenía las riendas del caballo y cantaba por lo bajini. Eso era porque ya le había entregado la tablilla y había comprobado que lo que le había contado era verdad. ¿Así era como se ponía alguien que iba a conocer a su cortesana favorita?
No se puede meter a todas las cortesanas en el mismo saco. Hay algunas que venden su cuerpo, y otras que venden su arte. Las más populares no tienen muchos clientes, para así aumentar su valor. Solo para tomar un té con ellas, tienes que pagar una fortuna en plata, así que pasar la noche con una ya es impensable. Las existencias que son veneradas de esta manera se convierten en una especie de ídolos, la admiración de los ciudadanos. Hay chicas de pueblo que se animan a llamar a la puerta del burdel, a pesar de que solo un puñado de ellas lo consigue.
La Casa Verdigris era el burdel más antiguo del barrio del placer, y contaba con cortesanas de rango medio a superior. Entre las de rango superior, estaban las que Maomao llamaba «sus hermanas».
A través del carruaje, que se balanceaba con cada bache, podía ver un paisaje nostálgico. La tienda de brochetas que tanto anhelaba esparcía un olor delicioso por toda la calle. Los sauces se mecían a lo largo del canal, y un vendedor de leña gritaba a viva voz. Después de cruzar un portal suntuoso, un mundo de colores se extendió ante ellos. Todavía era de día y no había mucha gente, pero las prostitutas, que estaban aburridas, saludaban desde los balcones del segundo piso. El carruaje se detuvo frente a una especie de palacete con una entrada excepcionalmente grande. Maomao se bajó del carruaje y corrió hacia la anciana que estaba en la entrada.
—¡Hola, vieja chocha! —dijo a la delgada mujer que sostenía una pipa de fumar.
Había sido una prostituta de la que se decía que sus lágrimas eran perlas, y ahora era como un árbol seco sin lágrimas. Rechazó su libertad, se aferró a la casa aun después de que su contrato expirara, y se alzó como su temida madame. (NT: Mujer que tiene o regenta un prostíbulo.) El tiempo es cruel.
—¡¿Qué hola ni qué hola, mocosa del diablo?!
Un golpe en el estómago hizo que Maomao sintiera un impacto. Era extraño que la acidez que se le había subido por la garganta le resultara familiar. Se preguntó cuántas veces habría vomitado un veneno que había ingerido en exceso gracias a ese golpe. Lihaku, que era un buenazo, le dio unas palmaditas en la espalda, totalmente desconcertado. En su rostro, se podía leer: «¿Quién es esta anciana?». Maomao, con la punta del pie, tapó lo que había escupido en el suelo. Lihaku la miró con preocupación.
—Hmm... ¿Así que este es tu cliente importante? —dijo la anciana, escudriñando a Lihaku de arriba a abajo con la mirada.
Ya habían dejado el carruaje al cuidado de uno de los empleados del burdel.
—Tiene buena complexión. Es guapo. Y por lo que he oído, parece que es un joven guerrero con un futuro prometedor.
—Oye, vieja, ¿crees que es buena idea decirle eso a alguien en su cara?
La madame se hizo la sorda y llamó a la kamuro, la aprendiz, que estaba limpiando la entrada. (NT: En el contexto japonés, "kamuro" se refiere a una joven aprendiz de cortesana de alto rango que generalmente tenía alrededor de diez años. Preparaban a estas niñas para servir a las cortesanas y, con el tiempo, tomar ellas mismas ese título. Fuente: AI Overview de Google.)
—Ve a buscar a Pai Lin. Hoy debería estar libre.
—Pai Lin... —musitó Lihaku, tragando saliva. Era una cortesana muy conocida por su habilidad para el baile. Para ser justos con Lihaku, no era solo lujuria por una mujer fácil, sino admiración. Era un honor poder conocer en persona a un ídolo tan inalcanzable como ella. Tan solo poder sentarse a tomar un té con ella...
«La hermana Pai Lin, ¿eh...? Puede que pase algo», pensó Maomao.
—Señor Lihaku —dijo Maomao, dándole un codazo y fingiendo formalidad ante el hombretón que estaba aturdido a su lado—. ¿Tiene unos bíceps resistentes?
—No sé por qué me lo preguntas, pero sí, intento ejercitar mi cuerpo. ¿Por qué?
—Ya veo. Pues que le vaya bien.
El hombretón, desconcertado, se fue con la niña kamuro. Maomao le estaba agradecida por haberla traído hasta aquí y, por supuesto, quería devolverle el favor. Si Lihaku pudiera vivir un sueño de una noche, sería un recuerdo para toda la vida.
—Maomao... —dijo la dueña de la voz ronca, con una sonrisa aterradora—. Te fuiste y desapareciste durante diez meses sin dar señales de vida.
—No tuve otra opción. Estaba trabajando en el palacio interior.
Le había escrito la explicación en una tablilla de madera.
—Y aun así, te permitimos la entrada, lo que es mucho decir.
—Lo sé —respondió ella. Sacó una bolsa de su pecho. Era la mitad del dinero que había ganado en el palacio interior.
—Esto no es suficiente —dijo la anciana.
—No me digas que vas a llamar a la hermana Pai Lin...
Con las cortesanas de alto rango, un sueño de una noche era más que suficiente. Lihaku se habría sentido satisfecho con solo conocer a una de las Tres Princesas.
—¡¿No le puedes conceder ni que se tomen un té?!
—¡No seas tonta! Con esos brazos, ¿crees que Pai Lin no hará nada?
«Lo sabía...», en lo que pensaba eso, Maomao chasqueó la lengua. Se decía que las cortesanas de alto rango no vendían sus cuerpos, pero eso no significaba que no pudieran enamorarse. Bueno, por ahí iban los tiros.
—¡No se puede ir en contra de la naturaleza...!
—¡Ni hablar! Lo añadiré a tu cuenta.
—¡Yo no podré pagarlo ni en toda una vida...!
«Aunque sume lo que me queda en el palacio interior, no será suficiente. ¡No hay por dónde cogerlo...!», Maomao se quedó pensativa. La anciana se estaba metiendo con ella.
—Bueno, en el peor de los casos, siempre puedes pagarlo con tu cuerpo. Solo te mudarás del palacio real a una casa de putas, no hay mucha diferencia. Incluso para una chica perturbada como tú, hay amantes excéntricos a los que les gustan esas cosas.
En los últimos años, la anciana no paraba de sugerirle que se prostituyera. Como había dedicado toda su vida al barrio del placer, no pensaba que fuera un trabajo infeliz.
—Todavía me queda un año de contrato.
—Entonces, tráeme a más clientes importantes. No a viejos, sino a gente como ese de antes, a quienes pueda exprimir de forma moderada durante un tiempo.
«Hmm... Al final, me exprimirán a mí», se lamentó Maomao. Esa vieja codiciosa solo pensaba en el dinero. A ella no le gustaba la idea de venderse, así que tendría que enviar a algún que otro sacrificio de vez en cuando. «¿Los eunucos le valdrán como clientes?». Le vino a la mente el rostro de Jinshi, pero no podía ser él. Las prostitutas se enamorarían y la Casa Verdigris podría irse a la quiebra, así que lo descartó. Y se sentía mal por Gaoshun y el matasanos. No quería que la anciana se aprovechara de ellos, con lo buenas personas que eran. Realmente, la falta de lugares para conocer gente era muy incómoda.
—Maomao, el viejo debería estar en casa ahora, así que ve a verlo.
—Vale, vale.
No encontraría ninguna solución en ese momento, por mucho que lo pensara. Así pues, Maomao salió por un callejón lateral de la Casa Verdigris.
Después de cruzar una calle, el barrio del placer se volvió repentinamente lúgubre. Miserables chabolas se apilaban una sobre otra. A su alrededor, los mendigos suplicaban por comida con cuencos agrietados, y las prostitutas, marcadas por los estigmas de la sífilis, ofrecían su miseria al mejor postor.
Una de esas chabolas era la casa de Maomao. En la estrecha casa de dos habitaciones, un hombre encorvado molía hierbas en un mortero. Era un hombre con un rostro suave y arrugado, como el de una anciana.
—Ya estoy en casa, viejo.
—¡Oh! Llegas tarde, niña.
Se saludaron como de costumbre. El viejo, con su cojera, le preparó el té como si nada. Lo sirvió en una taza vetusta y se lo dio. Maomao le contó poco a poco lo que había pasado, y él solo le dio la razón.
Después de cenar gachas de arroz, con hierbas y patatas para espesarlas, se fue a dormir. Maomao decidió que al día siguiente se bañaría en la Casa Verdigris. Se acurrucó en su cama, que era una simple estera de paja en el suelo. El viejo le puso otra capa de tela encima y siguió moliendo en el mortero para no dejar que el fuego del horno se apagara.
—El palacio interior, ¿eh? Qué irónico —murmuró el viejo, y sus palabras desaparecieron en la somnolencia de Maomao.
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