
Webnovel original en japonés por: 日向夏 (Natsu Hyūga)
Los diarios de la boticaria
Maomao levantó la vista al cielo encapotado y suspiró. Vivía en un mundo que era a la vez un lugar de belleza deslumbrante y sin igual, y una jaula nociva, fétida y asfixiante.
«Tres meses ya. Espero que el viejo esté comiendo bien.»
Hace unos días, cuando salió al bosque en busca de hierbas medicinales, se encontró con unos secuestradores; llamémoslos Aldeano Uno, Aldeano Dos y Aldeano Tres. Buscaban mujeres para el palacio real y, en pocas palabras, le ofrecieron la propuesta de matrimonio más enérgica y desagradable del mundo.
Bueno, le pagarían por su servicio y, con un par de años de trabajo, existía un atisbo de esperanza de que incluso pudiera regresar a su pueblo natal. Había peores maneras de ganarse la vida, si una iba a la capital real por voluntad propia. Pero para Maomao, que llevaba una vida decente como boticaria, aquello era un fastidio enorme.
¿Qué hacían los secuestradores con las jóvenes núbiles que capturaban? A veces vendían a las chicas a los eunucos, destinando las ganancias a una noche de copas para ellos. A veces las ofrecían en lugar de la hija de alguien. Para Maomao, era una cuestión sin importancia, pues ahora se encontraba atrapada en los planes de aquellos hombres, independientemente del motivo. De lo contrario, nunca en su vida habría deseado tener nada que ver con el hougong, el palacio interior: la residencia de las concubinas del emperador.
El asfixiante olor a maquillaje y perfume, y las sonrisas forzadas y delgadas de las damas de la corte con sus hermosas vestiduras, eran horrendos. En su época como boticaria, Maomao había llegado a creer que no había veneno más terrible que la sonrisa de una mujer. Esa regla se mantenía inalterable tanto en los salones del palacio más ornamentado como en las sórdidas habitaciones de la casa de placer más barata.
Levantó la cesta de la ropa a sus pies y se dirigió a un edificio cercano. A diferencia de la deslumbrante fachada principal, el sombrío patio central albergaba zonas de lavado pavimentadas con losas, donde los sirvientes de la corte (personas que no tenían derecho a ser ni del todo hombres ni del todo mujeres) lavaban grandes montones de ropa.
Los hombres, en principio, no estaban permitidos en el palacio interior. Los únicos hombres que podían entrar eran miembros y parientes consanguíneos de la familia más noble del país, u hombres que habían perdido una parte muy importante de sí mismos. Naturalmente, todos los hombres que Maomao estaba viendo en ese momento eran estos últimos. Pensó que era retorcido, pero ciertamente algo lógico de hacer.
Dejó su cesta y vio otra en el edificio de al lado. No era ropa sucia, sino ropa limpia que se había secado al sol. Miró la etiqueta de madera que colgaba del asa; llevaba la ilustración de una hoja junto con un número.
No todas las mujeres del palacio sabían leer y escribir. No era tan sorprendente: algunas de ellas habían sido traídas a la fuerza, después de todo. Y aunque se les inculcaban los rudimentos de la etiqueta antes de llegar, no así las letras. Con suerte, la tasa de alfabetización de las plebeyas superaría la mitad. Se podría decir que era un inconveniente del palacio interior que había crecido demasiado: se estaba sacrificando la calidad por la cantidad. Aunque no se acercaba ni de lejos al jardín de flores del emperador anterior, contaba con dos mil personas entre concubinas y sirvientas. Si se añadían los eunucos, tres mil. Un lugar inmenso, sin duda.
Maomao era una sirvienta de la más baja categoría, un puesto tan humilde que ni siquiera tenía un rango oficial. ¿Qué más podía esperar, siendo una chica que había llegado por medio de secuestradores para rellenar la plantilla del palacio? Si quizás hubiera poseído un cuerpo tan voluptuoso como una peonía, o una piel tan pálida como la luna llena, al menos podría haber aspirado al estatus de una de las concubinas de menor rango, pero ella solo tenía una piel rojiza y salpicada de pecas, y las extremidades con la elegancia de ramas marchitas.
«Acabaré esto rápido.»
Recogió la cesta con su etiqueta, una flor de ciruelo y el número 17, y se apresuró a andar lo más rápido que pudo. Quería volver a su habitación antes de que el cielo comenzara a llorar.
La dueña de la ropa era una de las concubinas de bajo rango. Su habitación era bastante más lujosa que las asignadas a las otras concubinas de bajo rango; de hecho, era francamente ostentosa. Maomao supuso que la ocupante debía ser la hija de algún comerciante rico o algo parecido.
Las que tenían un rango podían tener su propia sirvienta. Una concubina menor, sin embargo, podía tener dos como máximo, razón por la cual Maomao, una sirvienta sin ama propia a la que atender, andaba cargando la ropa de la mujer de esta manera.
A una concubina de bajo rango se le permitía tener una habitación privada en el palacio interior, pero inevitablemente estaban en los márgenes del perímetro, donde era poco probable que la vista imperial cayera sobre ella. No obstante, si era agraciada con una noche con Su Majestad, le concedían una nueva habitación, mientras que una segunda noche así significaba que realmente merecía un ascenso.
En cuanto a aquellas que pasaban la edad adecuada sin despertar interés del Emperador, , a menos que tuvieran mucho poder familiar, eran degradadas o, en el peor de los casos, incluso concedida como esposa a algún miembro de la burocracia. Si eso era una bendición o no dependía de a quién se la concediera, pero el destino que ellas más temían era ser concedidas a un eunuco.
Maomao llamó discretamente a la puerta. Una dama de compañía la abrió.
—Déjalo ahí.
Era la sirvienta de la habitación. Desprendía el más dulce de los perfumes, y estaba bebiendo alcohol de una copa. Antes de entrar al palacio, su hermosa apariencia le habría dado sus días de gloria, pero una vez aquí, debió de descubrir que sabía tanto del mundo exterior como una rana que había pasado su vida en un pozo. Desplazada por la gran cantidad de deslumbrantes flores de este jardín y con el orgullo roto, había perdido la voluntad de seguir luchando por un lugar. Últimamente, había dejado de salir de su habitación por completo.
—Sabes que nadie va a venir a visitarte a tu propia habitación, ¿verdad?
Maomao cambió la cesta que tenía en los brazos por la que estaba fuera de la puerta y volvió a la zona de lavandería. Todavía quedaba mucho trabajo por hacer. Puede que no hubiera venido al palacio por su propia voluntad, pero al menos le estaban pagando, y tenía la intención de ganarse el sustento. Diligente por naturaleza, esa era Maomao la boticaria.
Si mantenía la cabeza gacha y hacía su trabajo, eventualmente podría irse. Seguramente, no había posibilidad de que el emperador la visitara.
Lamentablemente, el pensamiento de Maomao era, digamos, ingenuo. No sabía lo que iba a pasar. Nadie lo sabe; así es la naturaleza de la vida. Tenía una mentalidad madura para ser una chica de diecisiete años, pero había cosas que no podía reprimir: su curiosidad y su sed de conocimiento. Y luego, estaba su incipiente sentido de la justicia.
Unos días después, Maomao descubriría una misteriosa y terrible verdad sobre la muerte de varios bebés en el palacio interior. Algunos dirían que había sido una maldición lanzada sobre cualquier concubina que osara tener un heredero, pero ella se negaría a considerar el asunto como algo sobrenatural.
No hay comentarios:
Publicar un comentario