10/08/2025

Los diarios de la boticaria - Capítulo 2




Webnovel original en japonés por: 日向夏 (Natsu Hyūga)
Los diarios de la boticaria



Traducido por: Xeniaxen


Capítulo 2
Las dos consortes

—¡Oh! ¿Así que es verdad?

—¡Sí! ¡Dijo que vio con sus propios ojos al médico entrar en sus habitaciones!

Maomao sorbió su copa con la oreja puesta en ese cotilleo. Había cientos de sirvientas desayunando en el vasto comedor. Ese día, había sopa y unas gachas de cereales. Estaba escuchando a dos chicas, sentadas en diagonal frente a ella. Se esforzaban por parecer apenadas por la historia, pero una curiosidad impropia brillaba en sus ojos.

—Visitó tanto a la Señora Gyokujou como a la Señora Lihua.

—¡Dios mío! ¡¿A las dos?! Pero si solo tienen seis y tres meses, ¿no?

—¡Exacto! A ver si va a ser una maldición de verdad...

Los nombres que mencionaron eran las dos consortes favoritas del Emperador. Seis y tres meses eran las edades de los hijos que acababan de dar a luz.

Los rumores corrían por el palacio. Algunos surgían del desprecio por las compañeras de Su Majestad y los herederos que le daban, pero otros tenían más el sabor de simples historias de fantasmas, el tipo de cuentos que se contaban durante el letargo del verano para combatir el calor.

—Debe serlo. Han muerto tres niños distintos ya...

Todos los descendientes en cuestión habían nacido de consortes; es decir, en principio podrían haber sido herederos al trono. Una de las pobres víctimas había nacido antes de la ascensión de Su Majestad, cuando aún vivía en el ala este del palacio. Con los otros dos, ya había asumido el trono. Los tres habían fallecido durante sus primeros meses de vida. La mortalidad era común entre los bebés, por supuesto, pero que tres de los hijos del Emperador murieran tan jóvenes era extraño. Solo quedaban vivos una niña y un niño, hijas de las consortes Gyokujou y Lihua, respectivamente.

«¿Envenenamientos, quizás?», caviló Maomao, sorbiendo sus gachas, pero llegó a la conclusión de que no podía ser. Al fin y al cabo, dos de los tres bebés muertos eran niñas. Y en una tierra donde solo los hombres podían heredar el trono, ¿qué razón había para asesinar princesas?

Las sirvientas del cotilleo estaban tan ocupadas hablando de maldiciones y castigos divinos que habían dejado de comer por completo. «¡Pero las maldiciones no existen!», pensó Maomao. Era estúpido, no tenía otro nombre. Era impensable que una maldición destruyera a un clan entero. ¡Pensar eso rozaba casi la herejía! La experiencia de Maomao le decía que esa afirmación no podía ser cierta.

«¿Será algún tipo de enfermedad? ¿Algo que se transmita de padres a hijos, quizás? ¿Cómo fueron las muertes, exactamente?»

Fue entonces cuando la discreta y callada Maomao empezó a hablar con sus compañeras de mesa. No pasaría mucho tiempo antes de que lamentara haber sucumbido a su curiosidad.

—No sé toda la historia, ¡pero oí que todos se fueron debilitando poco a poco!

Desde entonces, aparentemente inspirada por la muestra de interés de Maomao, una de las criadas parlanchinas, Xiaolan, empezó a contarle todos los rumores que corrían.

—Por el número de visitas del médico, ¿será que la Señora Lihua está peor? —dijo mientras limpiaba el marco de una ventana con un trapo escurrido.

—¿Pero a quién visita el médico? ¿A la Señora Lihua o a su hijo?

—A ambos, madre e hijo.

Maomao supuso que el médico prestaba más atención a Lihua no necesariamente porque estuviera más enferma, sino porque su hijo era un principito. La consorte Gyokujou había dado a luz a una princesa. El afecto del Emperador recaía más en Gyokujou, pero siendo niño y niña, era evidente cuál debía recibir un trato preferencial.

—No sé más detalles, pero he oído que tiene dolores de cabeza y de estómago, e incluso algunas náuseas.

Satisfecha de haber revelado todos sus nuevos hallazgos, Xiaolan se ocupó de otra tarea. Como agradecimiento, Maomao le dio un té con sabor a regaliz. Lo había hecho con algunas hierbas que crecían en un rincón del jardín central. Olía fuertemente a medicina, pero era bastante dulce. Xiaolan estaba encantada: las sirvientas tenían muy pocas oportunidades de disfrutar de cosas dulces.

«Dolor de cabeza, dolor de estómago y náuseas, ¿eh?»

Tenía algunas ideas sobre qué enfermedades podrían presagiar esos síntomas, pero no podía estar segura. Y su padre nunca se había cansado de advertirle que no pensara basándose en suposiciones.

«¿Y si voy a echar un vistazo?»

Maomao se decidió a terminar su trabajo lo más rápido posible. El palacio interior era, en realidad, un lugar muy grande: albergaba a más de dos mil mujeres y quinientos eunucos. Las trabajadoras de baja categoría como Maomao compartían habitación de diez en diez, las concubinas de menor rango tenían sus propias cámaras, las de rango medio tenían edificios enteros para ellas solas, y las concubinas de mayor rango tenían prácticamente sus propios palacios, complejos extensos que incluían comedores y jardines, más grandes incluso que una pequeña aldea. Maomao rara vez salía de la zona que le habían asignado; no había necesidad. No tenía ni el tiempo ni los medios para irse a menos que la enviaran a hacer algún recado.

«Bueno, si no nadie me lo asigna, tendré que inventarme algo.»

Habló con una mujer que sostenía una cesta. Contenía seda fina que tendría que lavarse en la zona de lavandería del oeste.

Se especulaba si era por la diferencia en la calidad del agua o por las habilidades de la persona que lavaba, pero aparentemente la seda se estropeaba pronto si se manipulaba en el barrio del este, donde ella estaba ahora mismo. Maomao sabía que la seda se degradaba más o menos según si se secaba al sol o se mantenía a la sombra, pero no sintió ninguna necesidad particular de decírselo a nadie.

—Me muero de ganas de ver a ese eunuco tan guapo que dicen que vive en la zona central —dijo Maomao, aludiendo a otro de los otros rumores que Xiaolan le había mencionado de pasada, y la mujer le entregó la cesta de buena gana.

Las oportunidades para algo parecido al romance eran escasas en este lugar, por lo que incluso los eunucos, hombres sin su masculinidad, pronto se convertían en objeto de interés. Incluso se contaban historias de mujeres que, de vez en cuando, se convertían en esposas de eunucos después de dejar el servicio en el palacio. Presumiblemente, todo esto era más saludable que las mujeres que se deseaban entre sí, pero aun así, a Maomao le desconcertaba.

«¿Acabaré yo así también algún día?», pensó para sí misma. Se cruzó de brazos y gimió ante su propia pregunta. Los asuntos románticos apenas le interesaban.

Se apresuró a entregar la cesta de ropa y luego miró el edificio pintado de rojo que se encontraba en el centro. Era un palacio más refinado que los del este. Actualmente, la persona que vivía en la habitación más grande del palacio interior era la concubina Lihua, la madre del Príncipe Heredero. Al carecer el Emperador de una Emperatriz propiamente dicha, la consorte Lihua, la única con un hijo varón, se había convertido en la persona más poderosa aquí.

La escena que Maomao descubrió parecía casi como si hubiera salido del barrio del placer de la ciudad. Una mujer gritando, otra agachando la cabeza, varias otras muy alteradas y un hombre intentando mediar entre ellas.

«No es muy diferente de un burdel», pensó. Con una calma extrema, se quedó cerca como observadora.

La mujer que gritaba era la máxima autoridad del palacio interior, la que agachaba la cabeza era la siguiente en rango, y las demás eran sus damas de compañía. El que intentaba poner paz era el médico, que ya no era un hombre. Todo esto lo dedujo Maomao por los susurros a su alrededor y por la apariencia de los protagonistas. Esa primera mujer tendría que ser la consorte Lihua, madre del Príncipe Imperial, y la segunda mujer sería la consorte Gyokujou, bendecida (aunque no tanto como Lihua) con una hija. En cuanto al médico eunuco, Maomao no sabía nada de él, pero había oído que en todo este gran palacio solo había una persona a la que realmente se le podía llamar médico.

—¡Es culpa tuya! ¡Como has parido una hija, quieres maldecir y matar a mi hijo!

Un rostro hermoso distorsionado por la ira es algo espantoso. Ojos tan furiosos como los de un demonio, en un rostro tan pálido como el de un fantasma, se volvieron hacia la hermosa Gyokujou, que se llevó una mano a la mejilla. Había una marca roja bajo sus dedos.

—Sabes que no es así, ¿verdad? Mi Xiaoling está sufriendo tanto como tu hijo.

La mujer de pelo escarlata y ojos de jade, la consorte Gyokujou, respondió a las acusaciones con calma, refiriéndose a la joven Princesa Lingli con un cariñoso apodo. Su aspecto sugería una considerable cantidad de sangre occidental en sus venas. Levantó el rostro y miró al médico.

—Por eso, le ruego que no descuide atender también a mi hija.

Aunque había intervenido para mediar, la causa parecía ser el médico. Parecía que había venido a protestar porque el médico solo atendía al Príncipe Heredero y no a su niña.

Como madre, era comprensible, pero dada la estructura del palacio interior, era natural dar preferencia a los hijos varones. La expresión del médico era de querer decir que no había motivo para la queja.

«Será idiota, ese matasanos», pensó Maomao. No darse cuenta con las dos consortes justo delante de él. ¿Cómo no lo había descubierto ya? Los bebés muertos, los dolores de cabeza y de estómago, las náuseas. Por no hablar de la palidez fantasmal de la consorte Lihua y su frágil apariencia.

—Necesito algo donde escribir —murmuró para sí misma Maomao, que dejó atrás la ruidosa escena. Estaba tan absorta, que ni siquiera se dio cuenta de la persona que pasaba por delante de ella en ese momento.



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